«Un amor, aunque sea breve, puede llenar una vida»
Llevaba varios días dándole vueltas a la cabeza. Quería escribir sobre una película romántica, un género sumamente productivo pero que nos deja en proporción pocas obras trascendentes. Pero más difícil es encontrar una que se acerque al tema de una forma pura, sin mezclas ni aditivos, sin que se trate de una mera excusa argumental. Haciendo un repaso mental se me ocurren estupendos filmes, algunos de mis favoritos, pero que no se atreven a retratar este sentimiento de una manera tan natural: comedias con toques fantásticos en estado de gracia (“Atrapado en el tiempo”), cuentos románticos neogóticos (“Drácula, de Bram Stoker”), relatos post modernos de aires oníricos (“Olvídate de mí”), relaciones estudiadas para un público indie (“500 días juntos”), aventuras animadas que rozan la perfección (“Up”)… También algunas obras magnas clásicas del séptimo arte como “Luces de ciudad”, “El apartamento”, “Casablanca”o “Lo que el viento se llevó” son excelentes, pero todas tienen un contexto subyacente, ya sea mucho mala uva o una guerra.
Buscando y escudriñando por encontrar la película de amor pura, al final me decanté por escribir por una de estas tres: “Amanecer”, “Breve encuentro” o “Two lovers”. La primera era la opción inicial, pero la descarté finalmente por resultar demasiado esquemática, con licencias de guión perdonables dada la época pero que cuesta no pasar por alto (ese paso de la intención de asesinato al deseo más desaforado me sigue resultando demasiado forzado, aún siendo un filme precioso). La tercera opción es una obra redonda, con un Joaquin Phoenix espléndido, pero de fecha aún reciente; hay que dejarla reposar, el tiempo debe juzgarla todavía. Además, este es un blog de cine clásico. Así, la elección estaba clara.
Cosas del azar me llevaron a visionar hace poco esta película llamada «Breve encuentro» («Brief encounter») dirigida por un todavía comedido David Lean en 1946 y encontré lo que me faltaba para escribir esta entrada. La trama no puede ser más sencilla: el corto pero intenso romance entre una mujer y hombre, ambos casados. No hay más. El guión no está interesado en dobles lecturas, lo que aquí importa son los sentimientos de estas personas, su culpabilidad y paulatino enamoramiento. Y la fantástica química entre los protagonistas: Celia Johnson y Trevor Howard, su sencilla pero cuidadísima puesta en escena y su encantadora cotidianidad que logran un resultado imperecedero.
La película se sostiene básicamente con la historia de estas dos personas enamoradas, apoyándose únicamente en otra mini trama de amor de un policía y una camarera, que sirve como contrapunto cómico. Lo más irónico de todo es que la historia está narrada como una confesión de la protagonista a su marido, pero todo dentro de su cabeza, lo que le otorga un aire entre inocente e inquietante. Sin embargo, el marido, ajeno a todo lo que ha vivido su mujer, muestra una imagen despreocupada, sin prestar una gran atención a su esposa.
«No hay nada que dure siempre, ni la felicidad ni la tristeza, ni siquiera la vida dura mucho tiempo»
Ese visión de matrimonio monótono, sin pasión y anodino es lo que nos hace comprender perfectamente que la esposa caiga en los brazos de un simpático médico que ha conocido por pura casualidad y que le hará redescubrir lo que es la pasión y volver a sentir el amor en su corazón. Son tan sólo cuatro encuentros. No existen grandes dramas, no hay glamour, no hay grandes palabras vacías, sólo la vida. Una vida muy normal, la de cualquier persona.
Llama la atención que el filme, con una nada disimulada infidelidad (aunque nunca se llega a mostrar en pantalla nada más allá que un simple beso) lograra sortear el estricto código moral de Hollywood de aquellos años. Y más aún que en ningún momento Lean tenga la tentativa de realizar un juicio moral por los actos de los protagonistas. El espectador tampoco podrá juzgarlos internamente pues es algo que todos conocemos de primera mano y que nos puede pasar.
Valoro un momento como el más hermosos de su affaire: cuando van juntos al cine y se encuentran a una pianista que ya conocen por su escasa pericia al piano. Esa sencilla mirada y sonrisa cómplice, rodada con sumo cuidado, dibuja como pocas veces he visto una pantalla el trascendente y mágico momento que dos personas se enamoran.
Lean recurre a una puesta en escena sobria pero mucho más cuidada de lo que parece a simple vista. El sabio uso del blanco y negro y sus contrastes no en pocas ocasiones puede recordar a “El tercer hombre” y su elección resulta clave para crear el ambiente preciso para contar esta historia íntima. Los paseos por las calles de la ciudad y, sobre todo, los bellos y tristes planos de la estación de tren son los mejores ejemplos.
No es casualidad que tanto el primer contacto y despedida de estos furtivos amantes esté ambientada en una estación de tren, sirve de perfecta metáfora: los vagones que vemos pasar por delante de nuestra vida y que debemos ser capaces de saber cuál escoger. Un tema universal por el que esta película ha pasado a la historia del cine como una de las más hermosas, sinceras y eternas.
«Es tan fácil mentir cuando sabes que el otro confía en ti ciegamente. Tan fácil… y tan degradante.»
«¡Yo no tengo a nadie flotando en mi piscina!» Gloria Swanson
«Yo soy grande. Son las películas las que se han hecho pequeñas.»
Norma Desmond
Hablar de “Sunset Boulevard” (1950) es hablar de palabras mayores.
No solamente es una crítica hacia el sistema de estudios y el star–system de la época dorada de Hollywood, sino que es una gran broma privada de la que Billy Wilder (junto con todo el elenco de actores y equipo) nos hace participes. Es una obra maestra que, mirada con lupa, se engrandece todavía más al descubrir toda la historia del cine por debajo de la aparente y visible superficie fílmica.
Para mí, es uno de los supremos guiones escritos en los que cada frase y cada hecho contienen una fina ironía hacia el Hollywood de antaño, hacia aquella fábrica de sueños que tan cruelmente abandonó a sus protagonistas.
Se mezclan en la película dos mundos. Por una parte, el de los sueños de grandeza: Norma Desmond, grandes pasiones (obsesiones) sin correspondencia (el de Max von Mayerling hacia Norma, el de Norma hacia el cine, hacia JoeGillis…) y egos desmedidos (Norma es el icono del más absoluto narcisismo cinematográfico). Existen intensidades y desmesuras en cada sentimiento, en cada gesto, en cada rincón… añoranza desmadrada de lo que un día se fue.
Y, al otro lado, la realidad: personajes terrenales sin grandes designios que cumplir, pero afanados entusiastas de su trabajo y con enamoramientos verdaderos. Creo que no he escuchado diálogo más bello, corto, conciso y expresivo de lo que sucede cuando de verdad surge el amor. Es ese momento en el que Joe se da cuenta, por fin, que Betty y él se han enamorado:
Joe: – ¿Qué ha pasado?
Betty: – Pasaste tú
Sin palabras. ¿No es simplemente genial?
A su vez, “Sunset Boulevard” es una paradójica y amarga declaración de amor al séptimo arte: a todas las personas, vidas, talentos y circunstancias que formaron parte de ese “establishment” que comprendía la industria cinematográfica.
Fue dirigida en 1950 por Billy Wilder y escrita por el tándem Wilder/Charles Brackett –llamados también “Brackettandwilder, la pareja más feliz de Hollywood”-. Juntos firmaron trece guiones, entre ellos, grandes clásicos como “Ninotchka” (1939), “Bola de fuego” (1941), “Días sin huella” (1945) y “El crepúsculo de los dioses”(1950). Esta última fue su última colaboración.
“Sunset Boulevard” nos narra la historia de un guionista mediocre llamado JoeGillis (William Holden) quien, huyendo de sus acreedores, cae por casualidad en una decadente mansión del famoso paseo residencial de las estrellas, Sunset Boulevard. Esta mansión es propiedad de Norma Desmond (Gloria Swanson), antigua diva del cine mudo, que vive encerrada en ella, junto con su sirviente Max von Mayerling (Erich von Stroheim).
A partir de ese momento en el que se encuentran Gillis y Desmond surge una enfermiza relación simbiótica entre la actriz, llena de ansias por su “regreso”, y el guionista, acosado por las deudas en busca de una salida fácil. Norma pretende que Joe corrija un guión que ella ha escrito y que va a significar su regreso al cine “por la puerta grande”: “Salomé”.
Esta es una vaga sinopsis conceptual de la película porque, en realidad, la película comienza desde el final, en “flashback”: con el apuesto guionista flotando muerto en la piscina de la decadente mansión y contándonos (él mismo) con “voz en off” su triste historia. “Siempre quise tener una piscina”, nos dice en la primerísima escena.
Una idea increíble, la de comenzar con el plano de Joe Gillis flotando boca abajo. Pero al que le tocó ingeniárselas para llevar a cabo la escena y realizarla con los medios disponibles en la época fue al director artístico, John Meehan. Las indicaciones de Wilder fueron precisas:
– «Chico, el plano que quiero es la panorámica de un pescado».
El director de “Con faldas y a lo loco” quería un plano desde abajo, mostrando tanto el cuerpo de Gillis como a la policía y a los fotógrafos de pie, al borde de la piscina. Meehan experimentó con ello hasta que se le ocurrió la idea de rodar la escena, a través de un espejo en la parte inferior de un tanque de agua, en el estudio. Desde el ángulo de la derecha, la cámara podría tomar la imagen reflejada en el espejo sin tener que introducir una cámara bajo el agua, lo que implicaría costes enormes tanto en dinero como en tiempo.
Aunque este comienzo no era el ideado en primera instancia. Originalmente hubo otro –que por fin salió a la luz en 1985 –, en un depósito de cadáveres, donde solamente se veían los pies con unas etiquetas forenses colgando del dedo gordo. En una de ellas el espectador podía leer: “Joe Gillis, Homicidio”. Los cadáveres entablaban una conversación entre ellos y Gillis comenzaba a contar su historia.
La elección del personaje de Joe Gillis fue, desde un primer momento, para Montgomery Clifft, quien al leer el guion dio inmediatamente el sí. Por alguna extraña razón, cuando todo estaba en marcha, Clift se echó para atrás en el proyecto con una simple llamada. Quizás, su madura amante, la cantante Libby Holman, que había sido una gran estrella de Broadway en los años 20 – y que tenía 15 años más que él –, se sintió identificada. Así que finalmente, se eligió a William Holden, quien todavía no era una estrella, pero sí había filmado ya algunas grandes películas y tenía una cierta reputación.
Para el papel de la gran Norma Desmond se barajaron varios nombres. Tantearon a Mae West, Mary Pickford y PolaNegri, pero todas rechazaron el papel. Un amigo de Billy Wilder, George Cukor, le recomendó a una vieja amiga: Gloria Swanson.
Swanson había sido “la más grande” en la época del cine mudo, una de las primeras grandes estrellas, pero no era una “vieja gloria ensimismada en su pasado”. Tenía cincuenta años y era una mujer moderna que, si bien en su día fue condenada al olvido por el cine sonoro, supo sacar partido a todo su talento y marchó a NY, donde tenía un programa de tv, pintaba, esculpía, diseñaba moda femenina, inventaba cachivaches y era una científica aficionada. Nada que ver con el personaje de Norma Desmond.
Para hacerse una idea del endiosamiento de aquellas divas del cine mudo y, por el contrario, la gran antítesis entre Swanson/Desmond, a pesar de puntos en común, esta anécdota es reveladora:
“Gloria volvía de París de rodar una película con su marido, el marqués de la Falaise, de la Coudraye. Cuando llegaron a New York, todos los letreros de Time Square estaban iluminados con su nombre. Viajaron en un tren privado de NY a LA y, por las ciudades que pasaban, los colegios daban festivo a los niños, las admiradoras se desmayaban y tiraban pétalos de flores a su paso. A la llegada a Hollywood, les esperaba una banda de músicos anunciando su llegada, policías a caballo y majorettes montadas en ponys blancos, una alfombra roja y una enorme plataforma con flores y letreros dándoles la bienvenida. Todo esto acompañado de las más grandes estrellas del momento, Charles Chaplin, Valentino, DeMille… Todos aplaudiendo y dando paso a un desfile de carruajes desde Sunset Boulevard, hasta la casa de Norma en BervellyHills.” Sam Staggs
Después de tratamientos como este… el olvido.
Difícil volver a la realidad. ¿Cómo lo asimilaría nuestra cabeza? ¿A lo Norma o a lo Gloria?
La Swanson era, en realidad, una persona muy inteligente, con un fuerte carácter y muy segura de sí misma. Cuando la llamaron, después de veinte años, para regresar a Hollywood e interpretar el papel de Norma Desmond, eso sí, ¡haciendo UNA PRUEBA! – no estaban seguros de si su carisma y magnetismo a través de la cámara seguiría intacto después de tantos años–, pues… la hizo.
Cogió a su madre y a su hija y se las llevó a un apartamento de Hollywood para hacer la prueba, obviamente, conseguir el papel, y así tenerlas cerca durante todo el rodaje.
Ya solo faltaba adjudicar el papel de mayordomo. Swanson sugirió a un antiguo colega suyo de los “silents films”, un genio de la cámara que ahora se dedicaba a hacer de actor secundario en películas para seguir teniendo algo de trabajo en Europa: Eric Von Stroheim.
Hablar de Von Stroheim a un apasionado cinéfilo como Wilder (y a cualquiera de toda época), es hablar de uno de los grandes mitos de la genialidad del Séptimo Arte. Gran admirador de Stroheim desde joven, a Wilder le encantó la idea, sobre todo teniendo en cuenta su divertido cinismo e ironía que, además ampliaba su interés, al ser un gran conocedor de la historia del cine.
Gloria y Eric, habían rodado juntos una de las obras de arte del cine mudo, “La reina Kelly”, un film inacabado que, afortunadamente, se restauró. El proyecto se hizo añicos por motivos económicos. El director austrohúngaro era tan sumamente perfeccionista y se pasó del presupuesto con creces, arruinando a Gloria Swanson y al que era por aquel entonces su amante, Joseph Kennedy (padre del famoso presidente). Todo dando como resultado la ruina para las dos estrellas y prácticamente su fin en la Meca del cine.
Pero para añadir problemas al rodaje, Gloria Swanson exigió el despido de Stroheim en “La Reina Kelly” y éste desapareció de la producción inmediatamente. Teniendo derechos sobre la propiedad intelectual del material rodado, el director de “Avaricia” (1923-25) vetó su uso en los Estados Unidos, por lo que Swanson buscó nuevos inversores para sacar la película en Europa. No fue hasta después de rodar “El crepúsculo de los Dioses” cuando “La reina Kelly” tuvo una exhibición, reducida y en teatros menores eso sí, en EEUU.
Así que no deja de resultar irónica esta gran vuelta de tuerca que puso como mayordomo a uno de los grandes pioneros de la dirección, quien encumbró a la Swanson, todo sea dicho. Tal y como Max hizo con Norma.
Anteriormente hablaba de que en la película que estamos tratando subyace la historia del cine, no solo por su integrantes, por su homenaje a la “La reina Kelly” en una de sus escenas, por sus conversaciones (se nombra a la Garbo y a Valentino), sino porque aparecen en ella varios de los más grandes mitos, interpretándose a sí mismos.
Uno de ellos es Cecil B. DeMille, el personaje más humano, más compasivo y más tierno de la película. Y es que, DeMille, nos deja una escena memorable de su propia carrera e historia al permitirnos acceder, junto con Norma, al plató donde estaba filmando “Sansón y Dalila” (con Hedy Lamarr y Victor Mature). Sus pocos minutos de escena son memorables y hacen saltar las lágrimas por la forma inteligente, compasiva y tierna con la que trata a Norma, que vuelve por un momento a la realidad, a su verdadero yo, a su verdadero entorno, al lugar donde realmente pertenece.
Un momento tiernamente cruel si lo meditamos con calma y quiénes son sus protagonistas en la vida real. Así nos encontramos a un Billy Wilder dirigiendo a Von Stroheim en su regreso a Hollywood, interpretando al mayordomo de la actriz que una vez tuteló, acompañándola a la Paramount, los estudios que un día le dieron la espalda, para visitar al aún activo colega suyo C. B. DeMille; un director que se merece todos los respetos, con una vasta retahíla de mastodónticas producciones de gran éxito, pero de menor talento artístico.
Siempre me pareció un poquito cruel ¿Qué pensaría Eric? Aunque viendo su impecable y noble actuación pienso que, para los que nos interesa la historia antigua de Hollywood, no hace otra cosa sino magnificar aun más su imagen, puesto que vemos que lleva consigo, en todos los sentidos, una gran parte de la historia del arte del cine.
Una de las grandes aportaciones de Eric a su personaje Max y por consecuencia al personaje de Norma, fue tratarla en tercera persona cuando se dirigía a ella:
“La señora me perdonará. Pero la sombra del ojo izquierdo está desequilibrada” Solo hay una escena en la que se dirija a ella por su nombre: “¿Estas lista, Norma?”
Una de las escenas más míticas y que nos envuelve en una dulce nostalgia (y digo dulce, porque con la presencia del gran Buster Keaton siempre invade la ternura y el cariño) es la de la partida de cartas de viejas glorias del cine de los años veinte, “las figuras de cera”: Buster Keaton, Anna Q. Nilsson, H.B. Warner y Hedda Hooper.
Ese momento donde Buster dice “paso” en el juego… sublime.
“Keaton es un poeta y, como tal, los más profundos secretos de su encanto y de su humor en última instancia, se nos escapan” David Robinson
Y como apoteósico final, la gran escena de la escalera. Norma Desmond, vampírica, loca, monstruo del ego y la vanidad, la diosa ciega, desciende las escaleras, acercándose al espectador mediante la cámara que ama y que termina fundiéndose con ella.
En mi imaginario personal nunca he considerado a la Desmond una “demente”, quizá todos los adjetivos que le he adjudicado en el párrafo anterior les vendrían perfectamente a todos los personajes que la rodean, que con su derrotismo personal y servilismo logran construirle a Norma su perfecto palacio de cristal, perpetuando y aprovechándose así de las pocas migajas de gloria pasada que le quedan a la pobre. Siempre me horrorizó la confesión de Max a Joe sobre las cartas de admiradores (cosecha personal del gran “conde autrohúngaro”). Convivir en un ambiente de perdedores malsanos también te puede perjudicar la cabeza. Grande Norma Desmond:
«Nadie abandona a una estrella. Por eso es una estrella.»
Quizás uno de los más reveladores, entre muchos momentos geniales en mi vida fue, el descubrimiento del concepto del montaje cinematográfico. Y, sin duda, el que más influencia ha podido tener en mi manera de disfrutar el cine.
De hecho, en esa fantasía que todos hemos vivido acerca del momento en el que empezaremos a “hacer películas”, inicialmente, asumía la figura del guionista como el que establece el marco de la historia, y el director como el que la desarrolla, coordinando al equipo de actores, producción, sonido, fotografía… el montaje para mí era, simplemente, como el que cose las páginas de un libro, dándole el acabado final con las tapas. Qué equivocado estaba.
Cuando eres un niño – biológica y/o mentalmente –, tiendes a interpretar lo que observas como tal. Las narraciones, tienen un principio y un final más o menos evidentes y son esencialmente lineales. Los personajes son polares, claramente identificados como buenos y como malos (incluyendo evidentes colores básicos que ayuden a poder interpretar esa polarización).
Incluso aunque el espectador sea adulto, pueden ser las películas las que se ciñan a esos estereotipos de malos y buenos. Un ejemplo muy obvio es la saga de Harry Potter, donde los villanos visten negro riguroso y suelen tener rostros deformados, colmillos, etc. Fáciles de clasificar por el público.
“Malos de película: físicos excéntricos, incluso con taras reconocibles o detalles de identidad desagradables. Siempre son fácilmente diferenciables de los buenos clásicos, atractivos, elegantes, siempre tranquilos, nunca exaltados”
Pero conforme se va madurando – y hablamos de maduración, tanto del espectador, como del arte del cine –, la narración simple, lineal y continua, se nos antoja pobre, escasa de matices. Tratar de exprimir historias infantiles, para arrancarles algún tipo de metáfora, línea argumental sutil o sorpresas en el desarrollo de la historia, suele ser complicado en este tipo de narraciones.
Con la evolución del arte y, en consecuencia, del público que lo consume, el cine se ha ido haciendo más complejo. Así, si el espectador está acostumbrado a ver mucho cine, de distintas épocas y estilos, tendrá en su mente una serie de herramientas que, le permitirán interpretar perfectamente narraciones complejas; incluyendo flashbacks, flashforwards, raccontos, líneas argumentales superpuestas en dos o más niveles… y, todo ello gracias a la que, para mí, es la técnica más importante y fundamental: el montaje.
En el principio fue el plano secuencia
Las primeras aproximaciones – hermanos Lumière, Edison –, por las características esencialmente primitivas del cinematógrafo, no eran más que planos secuencia (término todavía por aparecer), en los que se filmaba un acontecimiento, de forma continua y hasta que ya no se podía grabar más. Hemos de añadir que, además, siempre plano general.
Con herramientas tan básicas, plantearse una narración, es decir, una historia que pudiera tener un argumento, con distintos puntos de vista y personajes, con las tres partes típicas (introducción, nudo, desenlace) etcétera, era un imposible.
Méliès
Georges Méliès, ilusionista francés y grandísimo artista cinematográfico, descubrió por casualidad, rodando el tráfico de una calle en 1896, una técnica que lo cambiaría todo en el proceso de filmación, aunque no fue hasta pasados unos años que se explotó y se sacó partido de esta.
La técnica, stop trick, se basaba en filmar una escena, detener la cámara, desplazar o quitar objetos o, simplemente, alterar la disposición de estos en la escena, y volver a activar la cámara. El resultado final, dependiendo de cómo se hubieran manipulado los elementos, podía llevar a desapariciones o apariciones repentinas, desplazamientos mágicos de los objetos y un largo etcétera.
Una recomendación de película para ver, si todavía no lo han hecho, es “La invención de Hugo” (2011). Una vez la hayan visto, comprenderán el motivo de la recomendación en este apartado.
Primeros “cortes”
El primer esbozo del montaje, es decir, empalmar dos secuencias de película, se le atribuye a un inglés, Smith (George Albert), un astrónomo aficionado que se había hecho famoso por emplear diapositivas en sus charlas.
Smith rodó una serie de películas que, increíblemente, anticipaban las maravillas del montaje, previas inclusoa las genialidades de George Méliès. Podemos considerarle como el inventor de la idea de la alternancia de planos en una misma escena y, por lo tanto, del uso del “corte”. En algunos de sus experimentos, se planteó la división de una misma escena en diversas tomas o, por otro lado, la alternancia entre escenas de una toma a otra.
Estamos hablando de que, Smith, ya estaba rodando y trabajando con la idea de “componer/montar” alrededor de 1897. Su película “Las gafas de leer de la abuela” (1900) fue, con toda probabilidad, la primera película/cortometraje en la que se usó el montaje, o la técnica que ahora conocemos como tal.
Posteriormente, Smith, inventaría el Kinemacolor, uno de los primeros procesos de filmación en color. Un revolucionario.
George Albert Smith
Porter (Edwin S.), ayudante de Edison, también trabajó en la idea de unir momentos para construir una narración. Se le considera, el primer cineasta estadounidense en abordar las narraciones complejas en el cine: el primero de Estados Unidos, en utilizar la edición como soporte para la narración, el primero en traer el concepto de continuidad cinematográfica.
Esta última, contiene una de las escenas más importantes de la historia del cine, donde el actor Justus D. Barnes, apuntaba frontalmente al público y disparaba a quemarropa.
¡Le disparaba al público! Otro revolucionario, desde mi punto de vista, rompiendo radicalmente con los límites del film e involucrando (aun más) al espectador en la narración, convirtiéndole en víctima inevitable del disparo.
Esta película es materia de estudio en la mayoría de las escuelas de cine del mundo. Tan importante o más, en la formación de los futuros artistas, como “El Gabinete del Doctor Caligari” (1920).
Griffith
Tomando el relevo de Porter, D. W. Griffith mejoró el concepto de la continuidad de la narración y lo mejoró, añadiendo planos menores o no directamente relacionados con el núcleo de la escena. De esta manera, una misma escena se enriquecía, simplemente, por la contraposición de planos que aportaban información de contexto.
Donde Smith o Porter habrían empleado cinco, seis planos, Griffith desarrollaba escenas con veinte, de los que solamente unos pocos podían reflejar la acción principal de esa escena en concreto. “El nacimiento de una nación” (1915) es una obra maestra de la nueva narración cinematográfica que nos trajo Griffith.
Nunca he sabido si realmente era de Griffith, pero recuerdo un cortometraje en el que la cámara, comenzando desde los pies, va ascendiendo por el cuerpo de una mujer, mostrando primeros planos y primerísimos primeros planos, hasta que, finalmente, termina mostrándola en un espejo. Esa mujer, realmente está compuesta por planos grabados de distintas mujeres, conectados en un todo mediante la magia del montaje.
Lev Kuleshov
Lev Vladimirovich Kuleshov es el responsable de todo. Fue él quien provocó, ese impacto brutal en mi mente, que me hizo replantearme todas y cada una de las películas que había visto. Y ahora, soy incapaz de verlas de la misma manera.
Para Kuleshov la verdadera esencia del cine estaba en el montaje. Pero no en el montaje como tarea repetitiva, no. Se refería al montaje como visión filosófica del arte del cine, como la herramientas que creaba las historias en realidad.
El Efecto K., o Efecto Kuleshov, fue un experimento en el cual, el actor Ivan Mosjoukine, prestaba su cara con un gesto relativamente neutro (a continuación), para que fuera insertada entre cortes de otras escenas.
El actor Iván Mosjoukine
En concreto, el experimento seguía (en teoría, y hablaremos de ello más adelante), el siguiente desarrollo en cada escena:
Imagen de Iván.
Imagen para aportar el contexto: una de ellas un plato de sopa, otra una mujer en un ataúd y, la tercera, una niña jugando con un osito de peluche.
Cuando he dicho “en teoría”, me refería a que, realmente, nadie ha conservado ninguna grabación, ni material alguno del experimento. Se conoce su existencia, porque Vsévolod Pudovkin, alumno de Kuleshov (y por cierto, Sergei Eisenstein también lo era), describió el experimento y cómo lo habían realizado.
De hecho, tanto la imagen que hemos incorporado a continuación, como el video más adelante son representaciones del experimento, no materiales originales de este como tal (incluso se especula con que, el experimento, nunca tuvo lugar).
Posible esquema del experimento del Efecto K :
¿Qué está ocurriendo en este experimento? Algo increíble, desde mi punto de vista. Asumiendo un rostro con gesto neutro, el de Iván, nuestra parte lógica y racional nos llevaría a pensar que, el público, reconocería siempre una misma emoción expresada por el actor.
Pero lo que Kuleshov y Pudovkin regalaron al mundo es, la yuxtaposición, la asociación secuencial de imágenes que nos lleva, a los humanos, a definir un contexto, un escenario y un significado narrativo.
Cuando se observa la cara de Iván contrapuesta con el plato de sopa, se puede interpretar hambre. Si lo hacemos con el ataúd, pena, tristeza y desolación. Pero cuando lo hacemos con la imagen de la niña, la gente reconocía una sonrisa y gesto alegre en el rostro impasible del actor.
Lo que nos convierte a nosotros, los espectadores, en parte activa de la narración. Puesto que ha sido nuestra mente la que ha completado, con nuestros prejuicios, estereotipos, incluso con los arquetipos, una emoción que, en origen, no estaba en lo que hemos visto en la proyección.
Esto es algo mucho más allá del concepto de revolucionario. Añade un componente más a los principios básicos de superposición del espectador con la película; dos principios principales: primero, el espectador superpone su mirada con el espacio cinegético, es decir, el cuadro de la pantalla – lo que la cámara ve –, se superpone con los ojos del espectador y, segundo, el principio de superposición edípica, el espectador superpone, de alguna manera, su identidad con la del protagonista (al margen de sexos).
Pero es que, el Efecto K., ha añadido, además, el control de las emociones del espectador a través de la simple yuxtaposición de imágenes, con lo que mediante ellas, podríamos incluso, romper los anteriores principios desde la propia película, sin artificios adicionales.
El orden de la secuencia de cortes, nos puede permitir contar una historia al revés (“Irreversible”), contar una historia con racconto mentiroso (“Memento”), preparar al espectador con técnicas de planting para que se sienta inteligente descubriendo al “malo” (“El guardaespaldas”, en un momento dado contrapone un corte de la hermana de la protagonista, en un contexto donde se está hablando de quién puede ser el que envía cartas amenazantes).
Una representación del experimento puede verse en este video:
Recordemos que, no necesariamente tuvo que ser así y que, es posible, que ni siquiera se realizara realmente (aunque personalmente, tiendo a pensar que sí, se hizo).
El montaje y la narración
¿Qué significó realmente para mí llegar hasta el montaje? Aprendí que las historias, en muchos casos, no las cuentan los guionistas. Ni siquiera los directores son los que, en última instancia, determinan cómo ha de ser entendida una narración o una secuencia de «Imágenes en acción» (este es un guiño a Terry Prattchett).
Cuando ha finalizado la producción cinematográfica, comienza la etapa de montaje y post-producción. Que es donde realmente se está creando la historia, donde la sintaxis del lenguaje cinematográfico se está desarrollando para hilvanar los “morfemas” (escenas), y donde el montador decide dónde, cómo, cuánto ha de durar (“un parpadeo”, según Walter Murch).
Leyendo a Murch, en su libro “En un parpadeo”, uno descubre cuestiones tales como: ¿por qué funcionan los cortes? (respuesta que el lector deberá descubrir por sí mismo leyendo el libro) o el significado de la regla de seis para seleccionar cortes buenos.
La regla de seis, sumada con el Efecto K., fueron mi propia revolución particular. La regla de seis, es importante aclararlo, no es una norma o reglamento artístico cinematográfico; es, simplemente, la norma que el propio Murch seguía para decidir si un corte era el ideal o no. Estos eran sus criterios (copia literal de su libro, con todos los respetos):
Está en acuerdo con la emoción del momento.
Hace avanzar la historia.
Ocurre en un momento que es rítmicamente interesante y «correcto».
Reconoce lo que se podría llamar, «la línea de la mirada», es decir, lo concerniente con la situación y el desplazamiento del punto de interés de la mirada del espectador dentro del cuadro.
Respeta «la geometría»-la gramática de las tres dimensiones transpuestas por la fotografía a dos (las cuestiones del eje de acción, etc.).
Respeta la continuidad tridimensional del espacio real (adonde las personas están dentro del cuarto y sus posiciones relativas entre sí).
Y, por favor querido lector, le animo a que reflexione sobre la importancia de los criterios aquí enunciado que, no son de un director, ni de un guionista, son de un montador. Una persona que, de acuerdo con ellos, puede alterar de forma absoluta el desarrollo de una historia.
No por algo, no dejamos de ver en multitud de ediciones “el montaje del director” y eslóganes similares. Porque hasta los propios directores se dan cuenta de que, su obra, no es íntegramente suya si cruza por las manos de un montador.
¿Quién crea la película? Claramente, es un trabajo en equipo. Actores, guionistas, directores, script girls, productores, especialistas…
¿Quién construye el producto final, la esencia que el espectador ha de disfrutar? El montador, no me queda duda. El montador es ese pequeño alquimista que, con los trozos que otros le han dado, combina los componentes de las maravillas que disfrutamos (y cómo disfruta ahora, meditando sobre los porqués de tal corte o las decisiones tras un orden concreto de escenas).
A lo largo del siglo XX no hubo artista española más famosa y reconocida mundialmente que la aragonesa Raquel Meller. Su esplendor internacional ocupó desde 1920 hasta 1936. Su fascinante biografía, su pintoresco y endiablado carácter y el influjo que ejerció en la vida artística e intelectual de nuestro país durante un periodo de más de un cuarto de siglo la convierten en una referencia inexcusable acerca de nuestro pasado inmediato.
Cuando murió en 1962 sólo congregaba la admiración de un puñado de resistentes que soportaban sus delirios de grandeza pues siempre creyó en su absoluta superioridad sobre todas sus congéneres, incluyendo a la inigualable Concha Piquer en el cénit de su fama. Admiradores que todavía se acercan a renovar el ramo de violetas vivas que porta en su canastillo el monumento erigido por Viladomat en la confluencia de la calle Conde de Asalto con el Paralelo. Justo al lado del teatro Arnau, donde, tras abandonar sus escarceos en el género sicalíptico y verderol propio de los inicios de la centuria, debutara en 1911.
Vivió hasta hace unos años su más copioso admirador, el periodista y crítico Ángel Zúñiga, que escribió acerca de ella: «Ninguna artista española ha ganado su fama… Cantando en español conquistó a todos lo públicos. Nadie hizo por España lo que hizo Raquel con sólo cantar sus tonadillas. En lo que va de siglo, ninguna ha sabido elevar la canción al rango riguroso de arte, hecho de cosas muy pequeñas y hondas, de misterio y, también, de claridad. Raquel ha sido única.Su lugar no ha sido ocupado».
Nacida en Tarazona un 9 de Marzo de 1888 fue hija de Telesforo Marqués, un herrero apodado «El Cojo de la Venta», y de Isabel López que regentaba un comercio de los que hasta hace no mucho podían verse en nuestros pueblos en los que, cual hipermercados avant la lettre, se expendían desde lamparillas de aceite a albardas y cataplasmas. Desde abadejo a sogas trenzadas o fajas de ballena.
Mientras la familia, acuciada por necesidades económicas hubo de marchar a Barcelona, al arrimo de la expansión económica propiciada por la Exposición Universal de 1888, Francisca -que ése fue su nombre de pila- pasó su niñez al cuidado de una tía, monja clarisa en los conventos de Montpellier y Gerona. Allí aprendió costura y, seguramente, cimentó su conservadurismo. No aceptó la inquieta chiquilla los proyectos de su pariente en aras a que profesara y hubo de volver con su familia y sus hermanos que ya eran siete. Cuando trabajaba como modistilla en un taller del centro de Barcelona, una artista de varietés, Marta Oliver, que le había oído cantar, admiraba su belleza y sabía de sus estrecheces, le propuso debutar en el cabaret La Gran Peña en que ella se hallaba trabajando.
En 1907 se produjo la primera actuación de La bella Raquel -este fue su primer nombre sugerido por Marta Oliver aludiendo al aire misterioso de su mirada- que, muy lentamente, se fue abriendo camino por los escenarios de mala nota que entonces constituían una de las más populares diversiones masculinas del país. El público -tal como sucedía hasta hace nada en los pocos music-hall supervivientes; ya ninguno resiste- apreciaba más la calidad de la carne y el cachondeo propiciado por las situaciones que las improbables excelsitudes estéticas que en tales guariches podían desarrollarse.
Debe advertirse que el mundo de las varietés andaba muy cercano a lo que hay llamamos prostitución de más o menos empaque y las artistas en sus inicios debían de pasar por las consabidas horcas caudinas. El foyer al que se les solía obligar era generalmente un pretexto para incrementar la recaudación del empresario y, de paso, la asignación propia. Raquel, cuyos amoríos nunca fueron notorios ni escandalosos hubo de apechar también con estos peajes y es posible que a ellos se debiera el hijo que, al parecer, dejó al cuidado de unas gentes de Alcorisa y al que nunca visitó. Tal vez, estos turbios manejos expliquen sus problemas ginecológicos que le impidieron tener hijos, aunque en sus dos matrimonios simulara el embarazo y adoptase, respectivamente, una niña y un niño. En el segundo de ellos, en 1940, con el empresario del casino de Montecarlo el judío-francés Edmond Sayac, matrimonio obviamente de interés entroncado con la expropiación de sus bienes a raiz de la II Guerra Mundial, Raquel tenía 52 años con lo que, a pesar de su buen aspecto, era muy difícil creer en preñeces.
Sin embargo, en este mundo se conjugaban la sordidez y el esplendor. Las artistas de varietés fueron un elemento fundamental para inmiscuirse en la intrahistoria de este periodo. Su presencia era constante en la vida cotidiana no sólo a través de sus canciones sino de su mitología personal. Su efigie aparecía profusamente en las portadas de las revistas más populares, las tarjetas postales, las etiquetas de los licores, los cromos, los almanaques, los chocolates o las cajas de cerillas, su vida privada andaba en lenguas y en las páginas de la prensa especializada como lo pueden estar hogaño las protagonistas de la prensa del corazón. De hecho, ellas y los futbolistas vendrían a sustituir hoy a lo que fueron en su época las cupletistas y los toreros. Y, por cierto, que fue un tópico la unión en romance o matrimonio de ambas ramas del arte, que se hubiera dicho entonces, aunque tal remoquete se pueda poner en cuestión, del mismo modo que hoy debemos poner en solfa la soltura con la que cualquiera se autotitula como profesional.
Volviendo a la trayectoria de Raquel, ésta pronto cambió su nombre por el de Raquel Méller -entonces se escribía con acento como corresponde a su fonética- en homenaje a cierto novio noreuropeo que había tenido en su adolescencia se especializó en monólogos, canciones y diálogos picarescos y cómicos del estilo de “¡Y cómo me pica!” que interpretaba junto a su hermana Tina, también bellísima, que la acompañó frecuentemente en sus inicios:
Mi marido era un artista en soleares y tango ¡Pero a mí me entusiasmaba cuando tocaba el fandango!
Cuando su notoriedad fue creciendo decidió acometer un género más adecuado para todos los públicos y, tras su aludida presentación en Septiembre de 1911 en el Arnau, se constituyó en la cupletista más admirada del país. Su fama no hizo sino crecer hasta 1919 en que marchó a París iniciándose su éxito internacional.
Raquel combinaba una extraordinaria belleza de facciones que aún hoy nos parece moderna con un aire lejano, misterioso, extraviado, que acentuaba su elegancia en escena. Una elegancia insólita en un tiempo en que predominaba la hipérbole de lo cursi cuando no el desgarro castizo y despelotado. Es verdad que Raquel también cayó en él, como en su interpretación de El relicario donde la serena solemnidad del comienzo se hacía revolcón con las menos en las ingles a los compases de «al dar un lance / cayó en la aren». Pero la Meller supo dosificar sus aspavientos.Menos los que protagonizaba fuera de la escena, que contribuyeron no poco a su notoriedad. Conocidos son sus episodios con Alfonso XIII, su bofetada a La Argentinita, su lengua bífida para rivales y hasta allegados, su vinculación al ex abrupto, su virtuosismo para el insulto, la agresión y el autobombo. Conocido es también su pintoresco romance con el escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, a la sazón uno de los personajes del gran mundo parisino y madrileño, que culminó en 1919, año de su consagración en el Olimpia parisino, con boda en Biarritz.
Bon-vivant, intrigante, vicioso, diplomático, duelista contumaz, diplomático, dandy internacional, atractivo y resbaladizo personaje, parece que Gómez Carrillo, quince años mayor que ella, se sintió auténticamente fascinado por Raquel y sólo el pugnaz e incompatible carácter de ambos les llevó a la separación a los dos años y medio de matrimonio, pero se quisieron de verdad aunque, como ocurre tantas veces, ambos se percataron realmente de la fuerza de sus sentimientos durante los años posteriores a la ruptura.
Poseyó palacios en Paris, viajó con vías ferroviarias libres, tres cocineros y cientos de baúles. Se permitió visitar personalmente al Papa Pío XI, cocinar una paella para Alfonso XIII, rechazar películas con Charlot, increpar al Duce, decorar su casa con obras de Picasso, Renoir, Matisse, Toulouse-Lautrec, Carrière, Rodin… Tuvo también un piano que había sido de Mozart. Ya desde los inicios en España aparecieron perfumes, corbatas, abanicos, trajes, sombreros, productos de belleza y otros adminículos como papel de fumar con el nombre Meller.
Su carrera cinematográfica fue, por exigencia de sus contratos como cantante, menos copiosa de lo que pudiera haber sido. Fue, sin embargo, la primera que filmó -ya en 1927- cine sonoro en español y catalán y nuestra única estrella internacional durante los años veinte. Sus películas más conocidas fueron «Carmen«(1926) y «Violetas imperiales» (1923), pero ya en la primera, «Los arlequines de seda y oro» (1919), rescatada por la Filmoteca Nacional, puede verse su exquisito arte de actriz, su dominio del gesto, el matiz y la expresión corporal que, como se dijo, eran, también en la canción, su mejor bagaje como diva. Por cierto, que esa primera película, contradiciendo a quienes hablan de oídas o repiten lo que siempre se dijo, es excelente.
Todavía suenan hoy “El relicario”, “La violetera”, “Ven y ven”, “Flor de té”, “Bajo los puentes del Sena” o “Serranillo”. Pero no en la voz de Raquel. No existe apeñas discografía a disposición del curioso fuera de los circuitos del coleccionismo, a pesar de los cerca de 250 títulos que registrara. Más que Caruso, Conchita Supervía o Juan García, otro magnífico tenor aragonés hoy olvidado, que la siguió de cerca en cuanto a cantidad de registros. La memoria histórica por la que tanto se clamó en los últimos lustros parece dejar a un lado las canciones que nuestro pueblo cantó durante más de medio siglo. A la música que configuró nuestra cultura popular y cotidiana.A las intérpretes que fueron referencia para buena parte de nuestra inteligencia.
Tampoco Raquel ha tenido suerte ni entre los estudiosos ni entre sus coterráneos, pese al interés que, desde hace algún tiempo, vienen despertando todos estos aspectos entroncados con la cultura popular de la época, el número de volúmenes a que ha dado lugar la figura de Raquel es irrisorio comparado con otros mitos de su tiempo citados más arriba. En su tierra, la biografía del firmante, «Raquel Meller y su tiempo» (1992), publicada por el Gobierno de Aragón y un pequeño museo en Tarazona son los únicos proyectos llevados a cabo sobre la diva. Otros intentoshan ido disolviéndose entre la inconstancia de los gestores culturales, las veleidades de la política y la proverbial incapacidad de los aragoneses para rentabilizar su patrimonio histórico-cultural.
La época gloriosa de Raquel y del cuplé terminó con la guerra. Género demasiado sospechoso por su frecuente inmiscución en la cotidianeidad fue sustituido por la tonadilla y la llamada ópera flamenca. Raquel, que había conservado su belleza hasta los cincuenta años, hubo de sorber las hieles de la decadencia participando en espectáculos de segunda categoría, en galas benéficas o utilizándose su nombre para prestigiar revistas de categoría como las que acometieron Los Vieneses (Artur Kaps, Franz Johan y Hertha Frankel) pero en las que su nombre constituía un mero reclamo. Sus esporádicas apariciones en los escenarios llegaron hasta fines de los cincuenta pero su figura se iba difuminando para la popularidad y los medios de prensa. A lo que opuso un desmesurado afán por que nadie discutiese su sitial. El éxito de Sara Montiel y sus películas, la justa gloria de Concha Piquer no le suscitaron sino desprecio. Quien había sido reina de su época, quien todo lo tuvo a sus pies, quien recorrió una vida repleta de peripecias y desmesuras no quiso acomodarse a un tiempo que empezaba a desconocerla.
A los 14 yo era un niño. Bueno, un jovenzano que quería crecer. Y vivía en un pueblo, donde el mejor contacto con el exterior era el cine y la radio. En la radio me embelesó la voz de otra niña. Era Marisol. Marisol llegó a nuestras vidas para hacer olvidar que existían señoras que cantaban “Tatuaje” y “Ojos verdes” (maravillosas coplas que valoramos más tarde) pero que sobre todo gustaban a nuestras madres…
Marisol era la juventud yeyé. La moderna modernidad que vivían en las ciudades, y que jamás viajaba a los pueblos. Todos los chicos de España estábamos enamorados de aquella Marisol, rubia, sonriente, de ojos azules y labios soñadores. La veía en el Cine Español, del tío Muñoz, cuando llegaban sus películas en los rollos de celuloide dentro de las latas… “Ha llegado un ángel” (1961), “Un rayo de luz”, se estrenaban dos años después de que hubiesen causado furor en Zaragoza…
Un día decidí escribirle. No me pregunten cómo. Decidí que ya era hora de contarle a Marisol toda mi angustia por no poder verla, por vivir en un pueblo, por no ser de ciudad. Tampoco me pregunten cómo conocí su dirección. La encontré. Le escribí una carta. Le conté todo. Todo lo que sufría un chico de su edad, que llenaba un folio por las dos caras; quizás, si hoy tuviese que resumir cuáles son mis padecimientos, me serviría con una cuartilla por una sola cara, pero entonces yo tenía muchas más dudas, incertidumbres y desconsuelos que ahora.
Le escribí, vale. Un día, a las ocho de la tarde, después de la llegada del autobús de Zaragoza que traía el correo, Balbina la del Estanco, que era la cartera, me entregó un sobre. Abultado. Con mi nombre delicadamente escrito. Y en el reverso ponía “Marisol” ¡Cielos!
Eran dos folios por las dos caras. A tinta estilográfica. ¡Qué letra tan maravillosa tenía Marisol! Mucho mejor que la mía. Supongo que tendría una profesora particular que insistiría en la caligrafía, que le daría clases en los camerinos de los platós. Con los años me enteré de que esas cartas las redactaba una secretaria, pero ya para entonces mi visión del mundo se había endurecido mucho. Aquella tarde en que recibí la carta, creí sin duda que era la propia Marisol la que me contaba que se alegraba de mis mensajes, de que me acordase de ella; me relataba con detalle que estaba muy ocupada grabando discos y películas, pero que había decidido dedicarme un tiempo para mí… Aquello fue mi cielo particular.
Un día, muchos años, muchos años después, cuando ya descubrí que los reyes son los borbónes, subí a cantar al escenario del teatro Principal. Era un festival para algo benéfico. En el cartel estaba también Marisol, bueno, Pepa Flores. La vi a mi lado, la saludé, me saludó, me dio dos besos, me preguntó por mis canciones, se interesó por mi carrera… Era jovial, guapa, solidaria, hermosa, simpática. No me atreví a comentarle lo de la carta. Preguntarle si fue ella la que la escribió. Yo sabía que, claro, la redactó una secretaria. No quise. ¿Y si de verdad, solo esa vez, aquella carta la escribió Marisol?