Por Javier Barreiro
A lo largo del siglo XX no hubo artista española más famosa y reconocida mundialmente que la aragonesa Raquel Meller. Su esplendor internacional ocupó desde 1920 hasta 1936. Su fascinante biografía, su pintoresco y endiablado carácter y el influjo que ejerció en la vida artística e intelectual de nuestro país durante un periodo de más de un cuarto de siglo la convierten en una referencia inexcusable acerca de nuestro pasado inmediato.
Cuando murió en 1962 sólo congregaba la admiración de un puñado de resistentes que soportaban sus delirios de grandeza pues siempre creyó en su absoluta superioridad sobre todas sus congéneres, incluyendo a la inigualable Concha Piquer en el cénit de su fama. Admiradores que todavía se acercan a renovar el ramo de violetas vivas que porta en su canastillo el monumento erigido por Viladomat en la confluencia de la calle Conde de Asalto con el Paralelo. Justo al lado del teatro Arnau, donde, tras abandonar sus escarceos en el género sicalíptico y verderol propio de los inicios de la centuria, debutara en 1911.
Vivió hasta hace unos años su más copioso admirador, el periodista y crítico Ángel Zúñiga, que escribió acerca de ella: «Ninguna artista española ha ganado su fama… Cantando en español conquistó a todos lo públicos. Nadie hizo por España lo que hizo Raquel con sólo cantar sus tonadillas. En lo que va de siglo, ninguna ha sabido elevar la canción al rango riguroso de arte, hecho de cosas muy pequeñas y hondas, de misterio y, también, de claridad. Raquel ha sido única.Su lugar no ha sido ocupado».
Nacida en Tarazona un 9 de Marzo de 1888 fue hija de Telesforo Marqués, un herrero apodado «El Cojo de la Venta», y de Isabel López que regentaba un comercio de los que hasta hace no mucho podían verse en nuestros pueblos en los que, cual hipermercados avant la lettre, se expendían desde lamparillas de aceite a albardas y cataplasmas. Desde abadejo a sogas trenzadas o fajas de ballena.
Mientras la familia, acuciada por necesidades económicas hubo de marchar a Barcelona, al arrimo de la expansión económica propiciada por la Exposición Universal de 1888, Francisca -que ése fue su nombre de pila- pasó su niñez al cuidado de una tía, monja clarisa en los conventos de Montpellier y Gerona. Allí aprendió costura y, seguramente, cimentó su conservadurismo. No aceptó la inquieta chiquilla los proyectos de su pariente en aras a que profesara y hubo de volver con su familia y sus hermanos que ya eran siete. Cuando trabajaba como modistilla en un taller del centro de Barcelona, una artista de varietés, Marta Oliver, que le había oído cantar, admiraba su belleza y sabía de sus estrecheces, le propuso debutar en el cabaret La Gran Peña en que ella se hallaba trabajando.
En 1907 se produjo la primera actuación de La bella Raquel -este fue su primer nombre sugerido por Marta Oliver aludiendo al aire misterioso de su mirada- que, muy lentamente, se fue abriendo camino por los escenarios de mala nota que entonces constituían una de las más populares diversiones masculinas del país. El público -tal como sucedía hasta hace nada en los pocos music-hall supervivientes; ya ninguno resiste- apreciaba más la calidad de la carne y el cachondeo propiciado por las situaciones que las improbables excelsitudes estéticas que en tales guariches podían desarrollarse.
Debe advertirse que el mundo de las varietés andaba muy cercano a lo que hay llamamos prostitución de más o menos empaque y las artistas en sus inicios debían de pasar por las consabidas horcas caudinas. El foyer al que se les solía obligar era generalmente un pretexto para incrementar la recaudación del empresario y, de paso, la asignación propia. Raquel, cuyos amoríos nunca fueron notorios ni escandalosos hubo de apechar también con estos peajes y es posible que a ellos se debiera el hijo que, al parecer, dejó al cuidado de unas gentes de Alcorisa y al que nunca visitó. Tal vez, estos turbios manejos expliquen sus problemas ginecológicos que le impidieron tener hijos, aunque en sus dos matrimonios simulara el embarazo y adoptase, respectivamente, una niña y un niño. En el segundo de ellos, en 1940, con el empresario del casino de Montecarlo el judío-francés Edmond Sayac, matrimonio obviamente de interés entroncado con la expropiación de sus bienes a raiz de la II Guerra Mundial, Raquel tenía 52 años con lo que, a pesar de su buen aspecto, era muy difícil creer en preñeces.
Sin embargo, en este mundo se conjugaban la sordidez y el esplendor. Las artistas de varietés fueron un elemento fundamental para inmiscuirse en la intrahistoria de este periodo. Su presencia era constante en la vida cotidiana no sólo a través de sus canciones sino de su mitología personal. Su efigie aparecía profusamente en las portadas de las revistas más populares, las tarjetas postales, las etiquetas de los licores, los cromos, los almanaques, los chocolates o las cajas de cerillas, su vida privada andaba en lenguas y en las páginas de la prensa especializada como lo pueden estar hogaño las protagonistas de la prensa del corazón. De hecho, ellas y los futbolistas vendrían a sustituir hoy a lo que fueron en su época las cupletistas y los toreros. Y, por cierto, que fue un tópico la unión en romance o matrimonio de ambas ramas del arte, que se hubiera dicho entonces, aunque tal remoquete se pueda poner en cuestión, del mismo modo que hoy debemos poner en solfa la soltura con la que cualquiera se autotitula como profesional.
Volviendo a la trayectoria de Raquel, ésta pronto cambió su nombre por el de Raquel Méller -entonces se escribía con acento como corresponde a su fonética- en homenaje a cierto novio noreuropeo que había tenido en su adolescencia se especializó en monólogos, canciones y diálogos picarescos y cómicos del estilo de “¡Y cómo me pica!” que interpretaba junto a su hermana Tina, también bellísima, que la acompañó frecuentemente en sus inicios:
Mi marido era un artista
en soleares y tango
¡Pero a mí me entusiasmaba
cuando tocaba el fandango!
Cuando su notoriedad fue creciendo decidió acometer un género más adecuado para todos los públicos y, tras su aludida presentación en Septiembre de 1911 en el Arnau, se constituyó en la cupletista más admirada del país. Su fama no hizo sino crecer hasta 1919 en que marchó a París iniciándose su éxito internacional.
Raquel combinaba una extraordinaria belleza de facciones que aún hoy nos parece moderna con un aire lejano, misterioso, extraviado, que acentuaba su elegancia en escena. Una elegancia insólita en un tiempo en que predominaba la hipérbole de lo cursi cuando no el desgarro castizo y despelotado. Es verdad que Raquel también cayó en él, como en su interpretación de El relicario donde la serena solemnidad del comienzo se hacía revolcón con las menos en las ingles a los compases de «al dar un lance / cayó en la aren». Pero la Meller supo dosificar sus aspavientos.Menos los que protagonizaba fuera de la escena, que contribuyeron no poco a su notoriedad. Conocidos son sus episodios con Alfonso XIII, su bofetada a La Argentinita, su lengua bífida para rivales y hasta allegados, su vinculación al ex abrupto, su virtuosismo para el insulto, la agresión y el autobombo. Conocido es también su pintoresco romance con el escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, a la sazón uno de los personajes del gran mundo parisino y madrileño, que culminó en 1919, año de su consagración en el Olimpia parisino, con boda en Biarritz.
Bon-vivant, intrigante, vicioso, diplomático, duelista contumaz, diplomático, dandy internacional, atractivo y resbaladizo personaje, parece que Gómez Carrillo, quince años mayor que ella, se sintió auténticamente fascinado por Raquel y sólo el pugnaz e incompatible carácter de ambos les llevó a la separación a los dos años y medio de matrimonio, pero se quisieron de verdad aunque, como ocurre tantas veces, ambos se percataron realmente de la fuerza de sus sentimientos durante los años posteriores a la ruptura.
Por estas fechas la aragonesa se había convertido en la cancionista más famosa de un tiempo en el que convivían figuras como Mistinguette, Josephine Baker, Maurice Chevalier o Carlos Gardel. Su forma de interpretar original y, a un tiempo, intensísima y delicada le permitió trascender las fronteras del idioma y ser la artista que más habría cobrado en Nueva York, reunir para su actuación a todas las grandes figuras de Hollywood, intimar con reyes como el de Suecia o el Príncipe de Gales, ser tentada por Chaplin para el cine, obtener a la par de la veneración popular la de los intelectuales. Benlliure, Galdós, los Alvarez Quintero, María Guerrero, Rodolfo Valentino, Manuel Machado, el conde de Romanones, Cecil B. de Mille, Sarah Bernhardt, Benavente o Huxley, por citar unos cuantos, se contaron entre sus incondicionales.
Poseyó palacios en Paris, viajó con vías ferroviarias libres, tres cocineros y cientos de baúles. Se permitió visitar personalmente al Papa Pío XI, cocinar una paella para Alfonso XIII, rechazar películas con Charlot, increpar al Duce, decorar su casa con obras de Picasso, Renoir, Matisse, Toulouse-Lautrec, Carrière, Rodin… Tuvo también un piano que había sido de Mozart. Ya desde los inicios en España aparecieron perfumes, corbatas, abanicos, trajes, sombreros, productos de belleza y otros adminículos como papel de fumar con el nombre Meller.
Su carrera cinematográfica fue, por exigencia de sus contratos como cantante, menos copiosa de lo que pudiera haber sido. Fue, sin embargo, la primera que filmó -ya en 1927- cine sonoro en español y catalán y nuestra única estrella internacional durante los años veinte. Sus películas más conocidas fueron «Carmen«(1926) y «Violetas imperiales» (1923), pero ya en la primera, «Los arlequines de seda y oro» (1919), rescatada por la Filmoteca Nacional, puede verse su exquisito arte de actriz, su dominio del gesto, el matiz y la expresión corporal que, como se dijo, eran, también en la canción, su mejor bagaje como diva. Por cierto, que esa primera película, contradiciendo a quienes hablan de oídas o repiten lo que siempre se dijo, es excelente.
Todavía suenan hoy “El relicario”, “La violetera”, “Ven y ven”, “Flor de té”, “Bajo los puentes del Sena” o “Serranillo”. Pero no en la voz de Raquel. No existe apeñas discografía a disposición del curioso fuera de los circuitos del coleccionismo, a pesar de los cerca de 250 títulos que registrara. Más que Caruso, Conchita Supervía o Juan García, otro magnífico tenor aragonés hoy olvidado, que la siguió de cerca en cuanto a cantidad de registros. La memoria histórica por la que tanto se clamó en los últimos lustros parece dejar a un lado las canciones que nuestro pueblo cantó durante más de medio siglo. A la música que configuró nuestra cultura popular y cotidiana.A las intérpretes que fueron referencia para buena parte de nuestra inteligencia.
Tampoco Raquel ha tenido suerte ni entre los estudiosos ni entre sus coterráneos, pese al interés que, desde hace algún tiempo, vienen despertando todos estos aspectos entroncados con la cultura popular de la época, el número de volúmenes a que ha dado lugar la figura de Raquel es irrisorio comparado con otros mitos de su tiempo citados más arriba. En su tierra, la biografía del firmante, «Raquel Meller y su tiempo» (1992), publicada por el Gobierno de Aragón y un pequeño museo en Tarazona son los únicos proyectos llevados a cabo sobre la diva. Otros intentoshan ido disolviéndose entre la inconstancia de los gestores culturales, las veleidades de la política y la proverbial incapacidad de los aragoneses para rentabilizar su patrimonio histórico-cultural.
La época gloriosa de Raquel y del cuplé terminó con la guerra. Género demasiado sospechoso por su frecuente inmiscución en la cotidianeidad fue sustituido por la tonadilla y la llamada ópera flamenca. Raquel, que había conservado su belleza hasta los cincuenta años, hubo de sorber las hieles de la decadencia participando en espectáculos de segunda categoría, en galas benéficas o utilizándose su nombre para prestigiar revistas de categoría como las que acometieron Los Vieneses (Artur Kaps, Franz Johan y Hertha Frankel) pero en las que su nombre constituía un mero reclamo. Sus esporádicas apariciones en los escenarios llegaron hasta fines de los cincuenta pero su figura se iba difuminando para la popularidad y los medios de prensa. A lo que opuso un desmesurado afán por que nadie discutiese su sitial. El éxito de Sara Montiel y sus películas, la justa gloria de Concha Piquer no le suscitaron sino desprecio. Quien había sido reina de su época, quien todo lo tuvo a sus pies, quien recorrió una vida repleta de peripecias y desmesuras no quiso acomodarse a un tiempo que empezaba a desconocerla.